19 de octubre de 2004

Fin de año.

Hace muchos años escuche que había un día que pocos podemos ver y sentir: el día 32. Sucede a muy poquitos, sucede exactamente a la medianoche del 31 de diciembre. Hay un día más antes de llegar al primero del año siguiente.
He aquí mi día 32 de diciembre de 1998.
Miraba por la ventana y el reloj decía que eran las 12 menos 10, Juan revoloteaba con sus cañitas procurando una botella vacía para lanzarlas, me hizo acordar a un niño de 11 años que junto a hermano y primos en la casa de algún abuelo pedía un cigarro para encender los fuegos artificiales y por supuesto para dar unas pitadas también. El cielo negro y de buen tiempo se iluminaba con diferentes explosiones casi todas por supuesto llenas de esperanza y de humildad en contraposición a sus bolsillos. En casa están mis hijos y sobrinas junto a sus padres y mi compañera. De pronto alguien estallo gritando el feliz año nuevo y al inclinarme para besar a Juan en la frente comenzó el día 32...
Lo primero que vi fue un hibisco y botijas tirando bombas había dos rubios y dos morochos. El morocho menor hablaba en inglés alzando en su mano fina una copa de buena champaña. El flaco, rubio miraba por una ventana fuegos artificiales mientras la lluvia partía su cristalino. A lo lejos se oía no sé si allí o acá un tambor que repicaba desentonado. No sé si su corazón estaba en Alemania, Chile o en una plaza malvinense. Una voz gruesa me dijo de atrás feliz año "mijo"... Lo vi, era un señor de unos 40 años parecido a mi padre, con su pelo teñido de negro sus cejas enjutas su mano gruesa que me abrazaba, le mire a los ojos y comprendí que estaba en el día 32. Fue tan real ese momento. Luego lo vi sentado a una mesa mirando al cielo, a esa luna imaginaria por la que todos nos comunicamos... Mis piernas por cierto mucho más ágiles y ligeras corrieron al interior de esa casa y tres bancos libres se movieron hacia mí. El primero fue el de la cabecera. Tenía un bigote grueso y cachetes gordos, el segundo lo vi como una muchacha gorda, de senos grandes y risa grotesca y el tercero estaba quieto allí cerca del teléfono, en su esquina. Era un banco celeste con acento gallego, con olor gallego con amor gallego.
No sé que me dijo pues uno a veces llora en ese día 32. Le tome su mano gorda y redonda la cual la apretó fuerte y sin más giré mi cabeza a un lado y una señora de bastón, tal vez un aborigen de los pocos sobrevivientes de aquel éxodo famoso, me beso con una india sonrisa en sus labios.
Los Beatles sonaban en algún rincón mientras en otro Zitarrosa rascaba una milonga. Vi a tres reyes magos que hurgaban en mis zapatos, también vi como se iban como se nos van a todos, con ese amargo lamento de que la realidad es dura. De pronto el boliche se abrió de par en par en una lluvia de grapas con Jaime y el Pelado nos abrazamos y en ese momento brindamos por nosotros, los nuestros y los que se nos fueron. Crucé de repente por la plaza Fabini en busca del Mario que corría Verdi abajo. Miré las estrellas y levante mi vaso lleno de amarilla cerveza la cual se tornó cristalina y transparente. Miré mi reloj nuevamente y eran las doce y un minuto. Juan y Laura me tironeaban queriendo bajar a tirar sus "cuetes".
Ya había pasado el día 32, que solo se da a veces, a algunos, a unos poquitos, a unos muchos o tal vez sean cosas mías nomás.

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